Vivimos en un mundo que nos enseña a correr, a ser productivos, a sonreír aunque duela. Pero pocas veces nos enseñan a parar. La terapia es ese espacio donde el tiempo se detiene un poco. Donde puedes respirar y hablar sin miedo a ser juzgado. Donde las palabras no son corregidas, sino escuchadas.
Ir a terapia no es solo para cuando “todo va mal”. No es un último recurso ni un signo de debilidad. Al contrario: es un acto de valentía, de amor propio y de honestidad. Es mirarte de frente, sin disfraces, y decidir querer entenderte mejor.
A veces, ir a terapia significa ponerle nombre a lo que sientes. Otras, descubrir que lo que te pasa tiene sentido, que no estás solo, que hay razones detrás de tus heridas y que también hay caminos para sanarlas. El terapeuta

no tiene una varita mágica, pero tiene algo igual de poderoso: escucha, acompaña y da herramientas que te ayudan a cuidar de ti.
Ir a terapia no significa que estás roto. Significa que te importa tu bienestar. Que quieres entenderte, reconciliarte, crecer. Que ya no quieres seguir repitiendo lo mismo sin saber por qué. Que te eliges a ti, con tus luces y tus sombras.
La terapia es un viaje. A veces incómodo, sí, pero profundamente transformador. Es aprender a estar contigo mismo de una manera más amable. A cuidar tu mente cómo cuidas tu cuerpo. A soltar culpas y mirar tu historia con más ternura.
Quizás no lo notes al principio, pero poco a poco algo cambia: duermes mejor, respiras más hondo, te enojas con menos culpa, te reconoces en el espejo. Y ahí entiendes que no solo fuiste a terapia: fuiste a encontrarte.
¡ Hablemos !
